la abuela es pobre y no tiene muchas cosas, pero tiene. Tiene el
aire que juega debajo de la mata de
mango y los frutos de mejillas de oro con que regala a los niños más negritos
del mundo.
--señora, permiso
--¿que quieres?
--un mango
--entra, pero no me dejes las conchas en el patio.
Los arboles rodean la casa de
la abuela, vienen sembrados desde el río y se inclinan con la brisa del
atardecer, huelen las tejas lentamente adormecidos y van sabiendo de cada uno
de nosotros; las acacias tienen la timidez de una pestaña y los helechos
extienden un pálpito de manos sobre la redondez del aire. Un lagartijo, aquí
muy cerca, hace el amor con una lagartija. Los dos son verdes, pero rojos.
Y se muerden el cuello y refriegan temblorosamente contrapunteados
por el sol del mediodía. Resuellan y se aman. Y se separan como si no se
conocieran. El patio de la abuela es un camino de piedras con ojeras. Y es la
abuela. Tan alta y extendida, tan sonriente, que parece que siempre amaneciera
en cada una de las palabras que brotan desde el patio, como flores. Uno se va
durmiendo poco a poco debajo de la piel de la abuela, en el patio, a su manera
de quererlo a uno. Tiene todo lo que una abuela quiere tener: un patio, un
árbol, una silla, un nieto y una flor. Por dentro tiene añales y caminos y
cuentos de nunca contar. Se le ve en los ojos.
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