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lunes, 19 de septiembre de 2016

cuento el patio de la abuela

la abuela es pobre y no tiene muchas cosas, pero tiene. Tiene el aire  que juega debajo de la mata de mango y los frutos de mejillas de oro con que regala a los niños más negritos del mundo.
--señora, permiso
--¿que quieres?
--un mango
--entra, pero no me dejes las conchas en el patio.

 Los arboles rodean la casa de la abuela, vienen sembrados desde el río y se inclinan con la brisa del atardecer, huelen las tejas lentamente adormecidos y van sabiendo de cada uno de nosotros; las acacias tienen la timidez de una pestaña y los helechos extienden un pálpito de manos sobre la redondez del aire. Un lagartijo, aquí muy cerca, hace el amor con una lagartija. Los dos son verdes, pero rojos.

Y se muerden el cuello y refriegan temblorosamente contrapunteados por el sol del mediodía. Resuellan y se aman. Y se separan como si no se conocieran. El patio de la abuela es un camino de piedras con ojeras. Y es la abuela. Tan alta y extendida, tan sonriente, que parece que siempre amaneciera en cada una de las palabras que brotan desde el patio, como flores. Uno se va durmiendo poco a poco debajo de la piel de la abuela, en el patio, a su manera de quererlo a uno. Tiene todo lo que una abuela quiere tener: un patio, un árbol, una silla, un nieto y una flor. Por dentro tiene añales y caminos y cuentos de nunca contar. Se le ve en los ojos.   


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