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miércoles, 11 de enero de 2017

Había una vez un hombre

fito malembe dijo:
-- yo esto no lo voy a poner como lo contó la maestra, que sabe contar muy bien todo, con emoción desde el principio hasta el fin y su cara llena de alegría; pero con palabras difíciles que yo no puedo usar porque no las entiendo como quisiera. Esto lo voy a contar como me gusta a mi contar las cosas, con mis propias palabras. Si, señor. Y empiezo... había una vez un hombre que se llamaba... pero mejor es que diga mas tarde como se llamaba. No era alto, si no pequeño; eso sí: fuerte y agil, con una gran resistencia. ¡upale! Iba de aqui para allá y venía de allá para acá como una sombra. No se cansaba. Cuando tenía sueño, dormía; cuando tenía hambre, comía; pero parecía como si no necesitara comer ni dormir. Nunca decía: tengo sed, como los demás, sino que aguantaba las ganas de beber hasta encontrar agua. ¿se dan cuenta de la clase de hombre de quien estoy hablando?...
¿y qué trabajo era el que hacía?... tampoco voy a decirlo ahora, porque entonces no va a haber quien no descubra quien era ese hombre. ¡pero qué trabajo! Andaba por los llanos y por la selva; cruzaba las montañas y los pantanos; dormía al aire libre, debajo de los árboles, en su hamaca o en el puro suelo, donde lo cogiera la noche; cruzaba los ríos, a nado o en canoa, los ríos repletos de caimanes, rayas, caribes y tembladores. Ríos con peligros. Se montaba en su caballo y, ¡triquitán, triquitán, triquitán! Se bebía los caminos, el primero y los demás siguiéndole. No le importaban la lluvia ni el sol, la niebla ni el frío. Entraba en los pueblos y todo el mundo se le quedaba mirando. ¿quién era el que llegaba?... la gente lo aplaudía. ¡plas, plas, plas! Y le gritaba: ¡arriba! Y repetían su nombre. Era un hombre a quien querían, respetaban y admiraban en todos los sitios. Lo que se proponía, lo cumplía. Y no solamente eso, sino que si él, pongamos por caso, invitaba a otro a hacer alguna cosa, ese otro no se le negaba. -si usted lo quiere, entonces vamos a meterle el pecho. Uno de sus amigos dijo cierta vez: --es que yo no puedo dejar de complacerlo cuando me propone algo. No sé placerlo cuando me propone algo. No sé lo que me pasa. Quiero decir no y, sin embargo, digo sí, como si la palabra no se resistiera a salir de mi boca. Y otro que estaba oyendo agregó: --¡y la miraba, vale! ¡la mirada! ¿te has fijado? ¿te has dado cuenta? Cuando mira echa como chispitas los ojos, o como rayitos de relámpago. Uno se queda como si estuviera dormido y es por eso que tiene que decir sí a todo cuanto él propone. Sí y nada más que sí.
Pues ése era el hombre que en cierta ocasión estaba en pleno campo con varios de sus amigos. Descansaban. El sol lo encendía todo. Brillaban en el aire las alas de las mariposas. Entonces de repente el hombre se puso de pie y le dijo a uno de sus compañeros: --quiero que me haga una diligencia, ibarra. --mande usted –le contestó el llamado ibarra---. ¿de qué se trata? El hombre le dio la orden a ibarra y este dijo: --muy bien. Y para hacer la diligencia más rápidamente se puso a escoger un caballo entre los tantos que ellos tenían. Escogió el más grande y más veloz; pero antes de ensillarlo quiso apostar con algunos que el era capaz de saltarlo de un solo brinco desde la cola hasta el otro lado de la cabeza. ¡cójale!... hicieron la apuesta y, ¡firimplín!, ibarra saltó con gran agilidad, como si fuera eléctrico, como si tuviera resortes. El hombre, que estaba viéndolo todo, dijo entonces: --eso lo hago yo también. Los demás lo oyeron y quisieron reírse, pero no se rieron. No por miedo, sino por respeto. Pero hubo uno que preguntó: --¿usted se atreve? El hombre vio al compañero en los ojos con su mirada de águila, la mirada de águila, la mirada llena de chispitas, y sin decir nada caminó hacia donde estaba el caballo. Se le puso por detrás, retrocedió, para coger ventaja,y,¡suásquitiquiti!..., cayó en el pescuezo del animal. ¡cómo sería el golpe que se dio y el dolor que debió sentir! Pero no se quejo. Los compañeros lo veían con ganas de soltar las carcajadas: ¡cuas, cuas, cuas!, pero no lo hicieron. Apretaron lo dientes y se quedaron con la risa por dentro. -- déjese de eso ---le dijo uno---. Nosotros sabemos que usted puede hacerlo. Pero déjese de eso. ¿que se dejara de eso? ¡juuuummmmmm! ¿acaso no lo conocían?... caminó hacia la cola del caballo, cogió distancia nuevamente y, ¡suásquitiquiti! ¡qué va! Tampoco pudo saltar completo esta vez, sino que cayó sobre las orejas del caballo, dándose un golpe tan duro como el anterior. Si yo hubiera sido ese hombre, después del segundo fracaso, quizá habría dicho: hasta aquí me trajo el río. No sigo. Digo yo que hubiera dicho eso; pero quién sabe si a lo mejor habría hecho lo que hizo el hombre, y lo que hizo fue que intentó por tercera vez y esa vez sí resultó verdad que, ¡firimplín!, saltó como lo había logrado ibarra. Entonces sus amigos lo aplaudieron: ¡plas, plas,plas! Y gritaron: muy bien, muy bien. Gritos y aplausos. El hombre se sonrió, se recostó debajo de una mata y se puso como a dormir; o a esperar, posiblemente, que se le quitase el dolor que con toda seguridad estaba sintiendo. ¿pero qué le importaba el dolor después?... había hecho lo que se había propuesto, una vez más, para dejar con la boca abierta a cada uno de los presentes... y eso fue lo que hizo ese día, porque otro... entérense ustedes. Otro día estaba bañándose en el orinoco, también con sus amigos. ¡suas, suas, suas! Sabroso.
Entonces uno de sus compañeros se atrevió a decir que entre los que allí estaban no había quien nadara mejor que él. ¿ que no había?... el hombre le dijo: --yo. Eso solamente: yo y le hizo una apuesta: -- vamos a ver quién llega primero hasta aquellas embarcaciones que se ven allá. Las embarcaciones estaban fondeadas unos ciento cincuenta metros río adentro. --pero eso sí – agregó el hombre---, usted va a nadar suelto y yo con las manos amarradas a la espalda ¡madre mía! El hombre se hizo amarrar la manos, se lanzó al agua y empezó a nadar. Nadaba poco a poco, es cierto, con mucha dificultad; pero pudo llegar hasta donde estaban las embarcaciones, que era lo que él había querido. No ganó la carrera, ¡qué va!, porque eso era pedir demasiado y, además, el otro era muy buen nadador; pero demostró, como dije antes, que lo que se proponía, lo cumplía. ¿qué les parece? Por esa razón sus compañeros lo admiraban, respetaban, lo querían y seguían con los ojos cerrados a todas partes. Porque se daban cuenta de que estaban siguiendo a un hombre diferente. Y eso fue lo que ocurrió aquel día, porque otro... el hombre estaba enfermo, flaquito como bejuco parecía un cadáver. La gente lo veía y decía con tristeza: se nos muere. A algunos se les salían las lágrimas. Estaba sentado en una silla, en un pequeño jardín. En la cabeza tenía un pañuelo blanco. Seguramente le dolía la cabeza. Hasta como tenía fiebre. Hablaba y tosía. La voz era ronca. La tos, seca. ¡pobrecito, no juegue! Todo el mundo lo miraba con dolor. Estaba pálido. Entonces fue a visitarlo un señor amigo y empezaron a conversar. Conversa que conversa. En una de ésas el señor le preguntó: -dígame usted: ¿qué piensa hacer ahora? ¿qué?. El hombre se le quedó mirando al amigo, de frente, como siempre él miraba; pensó un ratico y contestó: --¡triunfar! Eso nada más contestó. Pero era bastante. Y lo dijo con seguridad: ¡triunfar! Cuando se curó,triunfó.
Después de haber escrito todo lo que escribí, yo estoy convencido de una cosa. Estoy convencido de que si hiciera esta pregunta: ¿cómo se llamaba ese hombre? Todo el mundo, sin pensarlo, me contestaría: bolívar. No puede ser otro. Y esa es la respuesta correcta. Ese hombre se llamaba ¡BOLIVAR!. Así, con mayúsculas.¿ y saben ustedes por qué bolívar hacía aquello?... él mismo lo explicaba: (no crean que esto sea inútil para el hombre que manda a los demás: en todo, si es posible, debe mostrarse superior a los que deben obedecerle: es el modo de establecer un prestigio duradero e indispensable para el que ocupa el primer rango en una sociedad, y particularmente para el que se halla a la cabeza de un ejercito... siempre adelante,nunca atrás: tal era mi máxima, y quizá a ella es que debo mis éxitos y cuanto he hecho de extraordinario. Lo repito para terminar: ese hombre se llamaba bolívar. ¡nada menos!