saturnino, el más viejo de los habitantes de la cueva de ratones,
contaba a sus intranquilos nietos relatos de su juventud. Cierto día les contó
lo siguiente: “--cuando yo era muy ágil y fuerte, era el encargado de recoger
los dientecitos que los niños se sacaban. ¡no se imaginan ustedes los sitios
tan raros donde se les ocurre esconderlos! Algunos los ponen debajo de la cama;
otros detrás de las patas de los escaparates o mesas de noche y hasta hay
algunos que los meten debajo de las almohadas y entonces pasamos horrible
trabajo para recogerlo sin despertar a sus dueños! Una vez me mandaron a buscar
el diente de un príncipe que vivía en un bellísimo palacio. ¡qué emocion! ¡cómo
me sentía de alegre por semejante tarea!...
muy tarde, ya de noche (pues el príncipe no se dormía antes de las
nueve) me fui hacia su alcoba, con una enorme moneda que me habían dado para
dejarla en vez del diente mientras me dirigía hacia allí, tenía mi mente llena
de ideas emocionantes. Me imaginaba que el diente del príncipe sería casi tan
grande como yo y de puro oro, tanto es así que mi mayor preocupación era
encontrar cómo llevármelo por si no lo podía cargar yo solo. Un poco antes de
entrar al cuarto del príncipe, sentí olor a gato y di varias vueltas por los
estrechos corredores de las paredes con el fin de librarme de él. Ya de nuevo
cerca de mi meta, sentí olor a perro y volví a dar otro paseo para no
encontrarme con el animal. Me sentía bastante cansado por tener que arrastrar
la moneda algo grande para mí. Por fin llegué sin más contratiempo. Solté la
moneda junto a una pelota de variados colores que junto a la cama blanca
descansada del saltarín ajetreo a que la había sometido su dueño en el día.
Busqué mucho el dientecito de leche bajo la cama... bajo la mesa de
noche... dentro del escaparate, en el estante de los juguetes...¡nada..! ya
estaba por irme creyendo que era una falsa información, cuando se me ocurrió
montarme en la cama para ver al niño de cerca, pues nunca había conocido a un
príncipe y quizás no se me volvería a presentar dicha ocasión ¡qué lindo era!
Sus crespos y negros cabellos se veían sobre la blanca funda como un poco de
noche en la espuma del mar. Cuando lo miraba, vi el puño entrecerrado del
principito y ¡cual no sería mi sorpresa! Por entre sus pequeños dedos se veía
el dientecito de leche blanquísimo y de tamaño mínimo. ¡esa fue la mayor
sorpresa y lección de mi vida! Yo creía que los príncipes eran distintos a los
demás seres humanos y me había equivocado. Nunca he depositado una moneda con
más gusto que entonces. Me gustó tanto esa aventura que más nunca la he
olvidado”
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