había una vez un cocuyo, chiquito pero ambicioso. De noche se quedaba
mirando las estrellas y decía: --aquéllas son hermanas mías. ¡qué suerte la de
ellas brillar en el firmamento azul!¡qué lindas lucen! Todo el mundo las
admira. Yo, en cambio, ¡qué infeliz soy! Mi lucecita se pierde en la inmesa
oscuridad de la sabana. Una noche el cocuyo sintió tanta envidia de las
estrellas, que decidió subir hasta alcanzarlas. Antes, sin embargo, quiso
consultar a una ardilla vieja y sabia, para saber qué camino seguir. La ardilla
escuchó el deseo del cocuyo, pensó un rato y, al fin, contestó:
--amigo cocuyo: no conozco camino alguno que lleve camino alguno que
lleve camino al cielo. De todos modos, prueba a montarte en aquel jabillo
grande: su rama más alta debe estar muy cerca del cielo. --gracias –dijo el
cocuyo a la ardilla, y echó a volar en dirección al jabillo. Subió por el
tronco y llegó hasta la rama más alta. Más arriba no podía encaramarse nadie.
Pero... ¡qué desengaño! Desde tanta altura las estrellas se veían aún muy
altas, ¡demasiado arriba! Entonces, el
cocuyo rompió a llorar, a llorar desconsoladamente. Su llanto no hubiera
terminado, si un chip-chiiip, que venía de una rama más abajo, no le hubiere
llamado la atención. Era un pichoncito de azulejo que le decía a su mamá:
--mamita, una estrella se ha posado en la rama de arriba de nuestro nido. Al
oír ésto, el cocuyo se estremeció de contento y dijo para sí: ¡ahora también yo
soy una estrella...! desde entonces el cocuyo dejó de envidiar a las luces del
cielo. Todas las noches iba a prender su farolito sobre el nido de azulejos. Y,
así, se sintió feliz por toda la vida.
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