este es el
cuento de una ballena que se tragó a un muchacho. La ballena y que era oscurita
por dentro. Y que era oscuriiita por dentro. Oscuriita como la cueva del
guácharo. Así. Oscuriita como un volcán apagado. Así oscuriiita como una noche
sin luna y sin estrellas. Así una noche de invierno, pero sin rayos ni
relámpagos. Negra renegra, pues. Como el muchacho tenía una caja de fósforos,
cogió y, ¡chis! Prendió un fósforo. ¿qué pasó?... que se quedó sorprendido. Que
se puso casi tonto, y no era para menos. En el estómago de la ballena había
lujosos cuartos, con paredes como de marfil. Blanquitas. Los pedazos de carne
sobrantes, porque la ballena era muy gorda, parecían sillas, bancos, hamacas y
mecedoras. Y no es que parecían solamente, sino que servían para sentarse en
ellos. ¡suaaas! Sabroso. El muchacho se sentó y empezó a ver lo que ninguna
otra persona había visto jamás. Era un muchacho sortario, con todo y habérselo
tragado la ballena. ¡qué bellezas!...
¡qué de cosas
tan preciosas!... en lo alto, colgando de un hueso en forma de garfio, había
una bolsa de vidrio, y en la bolsa, apretujadas, ¡esmeraldas, diamantes,
topacios, pedazos de oro, trozos de plata, monedas, medallas, rubíes, perlas,
amatistas!
Eso era en lo
alto, porque hacia un lado, hacia el derecho, había un estanque, de vidrio
también, y en el estanque, girando, dando vueltas y más vueltas, ¡suis, suis,
suis! Sin cansarse, ¡sardinas rojas color de sangre, sardinas azules color de
cielo, sardínas amarillas color de oro, y verdes como las hojas, y blancas como
la nieve; y rojas y verdes: sangre y hoja; y azules y blancas: nieve y cielo; y
amarillas y plateaditas: oro y nube! Y cuidándolas a todas, un inmenso bagre
encarnado con bigotes color de ceniza. Un bagre feo, para decir verdad. Pero
las sardinas lo querían y no le temían. Un bagre bueno. Eso era hacia el lado
derecho, porque hacia el otro, hacia el izquierdo, crecía un jardín maravilloso,
con flores de todas clases: margaritas, azucenas, nardos, lirios, pensamientos,
siemprevivas, calas, gladiolas, jazmines, claveles, geranios, gardenias,
tulipanes... y algo más: una enredadera que trepaba ¡ruaqui y ruaqui!, que
trepaba y trepaba hasta lo que podría llamarse el techo de la ballena. Era
una hierba. Y algo más aún: mariposas
que volaban con alegría por encima de las flores. Unas grandes, de ojos
pronunciados. Otras menos grandes. Otras pequeñitas, diminutas, que no parecían
mariposas, diminutas, que no parecían mariposas, sino punticos con alas. Todas
brillaban. Una como las plumas de los zamuros era la que más brillaba. Hacia el
fondo, lejos, muy lejos, un faro potente, con una parte blanca y otra negra, un
extraño faro. La parte blanca tenía millones de cinticas que la cruzaban y
entrecruzaban. Cinticas como serpentinas, allí tejidas. Semejaban multitud de
ferrocarriles incansables que se desplazaban a gran velocidad: o líneas
interminables de automóviles; o todas las estrellas del cielo colocadas una
tras otra. Una, una, otra, otra... la parte negra, ¡uy!, la parte negra
infundía miedo. El muchacho y que se sacudió cuando la vio. Tembló de pies a
cabeza. ¡truuuuuummm! De cuando en cuando, en esa parte negra, era lo distinto
aparecía un animal como un cocuyo que encendía su luz en un segundo y la
apagaba en otro. ¡tuáquiti!
Se le miraban las patas, como una araña.
Se le veían las alas. Y cuando sacaba su luz, iluminaba algo así como un hueco
profundo y lleno de misterios. Pero tan rápidamente, tan ligero lo iluminaba,
que no se podía distinguir nada. No había tiempo. ¡tuáquiti!. Aquel hueco era
lo que más miedo daba. Fue lo que más impresionó al muchacho. si. Fue.
Este no es sino un cuento, y cuento es siempre
cuento, con partes con mentiras y partes con mentiras y partes con verdades. O
mejor no decir con mentiras, sino con cosas difíciles de creer. Por eso lo que
se cuenta en este cuento no se sabe si ha pasado alguna vez en el mundo. Pero
como el mundo es tan grande... ¡quién sabe entonces!
No hay comentarios:
Publicar un comentario